Byung-Chul Han

Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025. Con serenidad y lucidez, el filósofo surcoreano recibió el Premio Princesa de Asturias con un discurso que combina crítica y ternura: una defensa del pensamiento frente a la autoexplotación, la digitalización desbordada y la pérdida de respeto que amenaza a la democracia contemporánea.

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El tábano que despierta al caballo dormido

Byung-Chul Han no necesitó gestos grandilocuentes para estremecer el Teatro Campoamor. Con voz baja y una calma que parecía venir del silencio, el filósofo surcoreano recordó la misión socrática del pensamiento: “La función del filósofo consiste en agitar, irritar y despertar”. En esa frase, heredada de Platón, ancló todo su discurso.

El autor de La sociedad del cansancio se presentó fiel a su estilo: sobrio, pausado, pero profundamente perturbador. “La ilimitada libertad individual que nos propone el neoliberalismo no es más que una ilusión”, advirtió. Vivimos, dice, bajo un régimen que explota la libertad: “Uno se imagina que es libre, pero en realidad se explota a sí mismo voluntariamente y con entusiasmo, hasta colapsar. Ese colapso se llama burnout”.

Con esa imagen —la del esclavo que arrebata el látigo a su amo y se azota a sí mismo creyendo que así se libera— Han volvió a sacudir una época que confunde deseo con autonomía, eficiencia con sentido. Su tono no fue apocalíptico, sino clínico: un diagnóstico sin estridencias, casi compasivo, de la fatiga existencial que atraviesa nuestras vidas productivas.

Entre el teléfono y la soledad

Han no habló contra la tecnología, sino contra su dominio. “No habría problema si usáramos el smartphone como instrumento. Lo que ocurre es que, en realidad, nos hemos convertido en instrumentos del smartphone”, señaló. En esa inversión simbólica —el producto que devora al creador— el filósofo detecta la raíz de un nuevo tipo de esclavitud.

Las redes sociales, que “podrían haber sido un medio para el amor y la amistad”, son para él el escenario de una mutación cultural: “Nos aíslan, nos vuelven agresivos y nos roban la empatía”. Tampoco la inteligencia artificial escapa a su mirada crítica: “Puede ser útil, pero también esclavizar al ser humano si no se regula éticamente”.

Han pide una política que piense el futuro con soberanía y coraje, capaz de poner límites a la técnica antes de que la técnica borre lo humano. No se trata de nostalgia, sino de prudencia: de recuperar el control sobre lo que fabricamos para no terminar fabricando nuestra servidumbre.

“Gracias a la digitalización —dijo—, estamos interconectados, pero nos hemos quedado sin relaciones ni vínculos genuinos.” En ese abismo entre conexión y encuentro, el filósofo encuentra el síntoma más grave de la época: la erosión de lo social. Lo llama “el legado del liberalismo: el vacío”.

El respeto como último refugio

En su tramo final, Han bajó la voz y habló del respeto, esa palabra olvidada que para él sostiene toda posibilidad de democracia. “Hoy en día, en cuanto alguien tiene una opinión diferente, lo declaramos enemigo”, lamentó. Retomando a Tocqueville, recordó que la democracia no se sostiene solo en elecciones o instituciones, sino en las moeurs: las virtudes de los ciudadanos —civismo, responsabilidad, confianza, amistad y respeto— que tejen el lazo social.

Sin esas virtudes, advirtió, “la democracia se vacía de contenido y se reduce a mero aparato”. Lo político se convierte en espectáculo y la política, en autopromoción. El neoliberalismo, mientras tanto, agranda la brecha entre ganadores y perdedores y alimenta el miedo: “Son esos temores los que lanzan a la gente hacia los brazos de autócratas y populistas”.

El filósofo cerró con ironía y gratitud: “He irritado a la gente, pero afortunadamente no me han condenado a muerte, sino que hoy soy honrado con este bellísimo premio”.

En tiempos de ruido y algoritmos, Han nos recuerda que pensar todavía puede ser un acto de resistencia. Que irritar, cuando el mundo se adormece, es un gesto de amor. Y que el respeto —esa forma silenciosa de atención— quizás sea el último refugio donde todavía puede habitar la humanidad.