Un peatón con miedo
La inseguridad no es solo un delito: es una emoción incrustada en la piel de la ciudad. Entre violencia cotidiana, encierros privados y políticas sin rumbo, el miedo del peatón se vuelve síntoma de una urbanidad quebrada y excluyente.
SOCIAL
Franco D’Ercole


¿Podemos hablar de inseguridad? ¿Como realidad, como sensación, como forma de violencia que atraviesa barrios, géneros y generaciones? En Río Cuarto, como en muchas ciudades del país, el miedo se ha vuelto parte del paisaje. “Un peatón sale a la calle con miedo”, escribe Franco D’Ercole. Miedo al robo, al atropello, a no volver.
El miedo se justifica y se propaga. Hay quienes lo atribuyen a la música que glorifica armas, otros al hartazgo que lleva a jubilados a tomarse la justicia por mano propia. “Veremos todos los tipos de justificaciones”, señala el autor, “siempre empatizando con quien mejor encaje en cierto círculo emocional.”
El diagnóstico es crudo: la inseguridad se transformó en sed de venganza. Se apunta al “choro”, a los jueces, a la policía, y a los políticos. Pero ninguna campaña ha resuelto el problema. “Todos tienen fórmulas milagrosas en campaña —dice— pero cuando la violencia se presenta, la pelota se patea para otro lado.”
Ante la debilidad del Estado, el mercado ofrece refugios: barrios cerrados, edificios con amenities, seguridad privada. Pero tras el pórtico, la ciudad hostil espera igual. “Calles rotas, perros vagando, motos con escapes libres... Y, sobre todo, nos reencontramos con el miedo.”
La hostilidad urbana no solo expulsa, también aísla. El peatón, dice D’Ercole, se harta de promesas, de ruidos sin sentido, de insultos entre autos, de servicios que no funcionan. La convivencia se erosiona. El miedo no es solo a lo que pueda pasar: es a la pérdida del otro como semejante.
¿Podemos repensar la ciudad desde la vereda? ¿Diseñar calles que abracen en vez de replegar? “La ciudad hostil no nace así: la hacemos así, con indiferencia, con prioridades mal ubicadas.” Pero también podemos revertirla. Caminarla distinto. Y tal vez, en ese acto mínimo, empezar a transformarla.

