Un peatón entre las barreras
Las ciudades también excluyen con veredas rotas, ruidos violentos y burocracias que nadie ve. Franco D’Ercole recorre Río Cuarto desde los pies del peatón, donde las barreras urbanas revelan desigualdad, desamparo y la necesidad de repensar el habitar desde la inclusión.
SOCIAL
Franco D’Ercole


A medida que el peatón recorre la ciudad, se enoja. No por lo que falta, sino por lo que sobra: obstáculos. A pesar de las ofertas de ocio y cercanías comerciales, piensa: “Qué forma más complicada de recorrer que tiene esta ciudad.”
Si se traslada en auto, bici o moto, el tránsito lo frustra. A pie, la cosa empeora. Ir del Colegio Industrial al Hospital San Antonio de Padua lleva veinte minutos. Pero, ¿cómo lo hace una persona en silla de ruedas? Necesita ayuda. Entonces, ¿puede decirse que es autoválida?
La ciudad se vuelve hostil. Hay desniveles, ramas sin podar, toldos que invaden, baldosas rotas, rampas mal hechas. Para quienes usan bastón, muletas o simplemente caminan distinto, cada cuadra puede ser una barrera. Cada paso, un riesgo.
Y si hablamos de neurodiversidad, la situación es aún más grave. Las motos con escapes libres no son solo ruido: son violencia acústica. Para muchas personas, esos sonidos son imposibles de procesar. Erizan la piel. Cortan la convivencia.
Estas barreras, tangibles e invisibles, se replican desde lo micro a lo macro. Algunas son naturales. Como el río. Pero Río Cuarto, a diferencia de otras ciudades, supo mirar su cauce con respeto. En los 90, era lugar de encuentro, descanso, pertenencia. Hoy, su entorno está mejor cuidado. El río, en definitiva, fue tratado como un bien común.
“La ciudad debería tratar a cada peatón como trata a su río: con respeto, con orgullo, con cuidado.” Pero muchas veces no lo hace. Y cuando no se piensa en las barreras, se expulsa silenciosamente. Eso también es violencia urbana.
Una ciudad que no incluye desde el diseño elige, baldosa a baldosa, quién puede caminarla. Entonces deja de ser ciudad: se convierte en trampa. Solo se revierte reconociendo lo incómodo. No bastan las rampas si son trampas. No bastan los discursos si no se traducen en calles habitables para todos los cuerpos.
La ciudad hostil no nace así. Se construye con excusas, con omisiones. Pero también se puede transformar. Porque si alguna vez supimos abrazar un río, también podemos abrazarnos como comunidad.
El peatón, al final, se detiene. Mira la ciudad como si fuera otra. Tal vez lo sea. O tal vez cambió él. Aquellas veredas que antes sentía propias, hoy le parecen ajenas. Lo que antes lo arropaba, ahora lo repele. Pero también hay algo nuevo en esa incomodidad: una mirada distinta.
Empieza a caminar diferente. No como quien va de A a B, sino como quien explora un lugar que ya no da por sentado. Descubre que la ciudad también está hecha de ausencias, de proyectos inconclusos, de silencios que dialogan con los suyos.
Comprende que no todo tiene que estar bien para poder seguir. Y entonces, algo se alivia. No el mundo, ni el tiempo. Pero sí su forma de estar en él. Camina más lento. Mira más alto. Se permite perderse. Y en esa fricción entre lo que es y lo que podría ser, aparece —aunque duela— la posibilidad de una ciudad distinta.